Se
conocieron con el tiempo de por medio. Una barrera inamovible marcada por el
molesto tic-tac de las manecillas de un reloj de una estación. Sí, allí se
conocieron. No fue el destino, o quizás sí, quién sabe…
Ella cargaba una pesada maleta, estaba
enamorada de la idea de la libertad y el amor, encantada con las historias
sobre mundos distintos, llenos de magia, aventura y vida. Un alma joven, si me
preguntaran. Con sus dos trenzas rubias, sus labios con carmín rosa palo y su
amuleto de la Tata Emma. Siempre lo llevaba encima. Cuando algo malo se
avecinaba, solía agarrar el pequeño colgante y apretarlo contra su pecho,
rogando por alguna deidad que le ayudara a superar el bache próximo. He de
admitir que muchas veces, por unas cosas o por otras, aquella maldita piedra
había obrado milagros (o quizás aquí sí que tuvo algo que ver el destino).
Podéis imaginárosla: una mujer con mentalidad de niña, sola en aquella
monstruosa estación, con los ojos brillando llenos de vitalidad y la sonrisa
más grande e ilusionada del mundo.
Él no era tan
divertido. ¡Qué va! Era un tipo corriente. Había estudiado en una buena
universidad y, justo casi después de graduarse, ya tenía la corbata apretándole
el pescuezo, amenazando con asfixiarlo. Apenas con veinte primaveras, ya
llevaba un traje soso y gris y un maletín de esos que parecen de persona mayor.
Con su forma rectangular, de cuero y asa en forma de C. Ahora, trabaja en una
oficina. Le va bastante bien: está a punto de llegar a conseguir el ascenso y
la hija del jefe parece cada día más entusiasmada con él. En su mente, la idea
de hacerse con la empresa ya deambula, como un ladrón esperando su oportunidad.
Pero él es así: frío, astuto, calculador. Nunca da dos pasos sin antes valorar
los pros y los contras.
Cuando él
llega a la estación, ella está apoyada contra la pared, con su pesado macuto a
sus pies. Enseguida, la esencia tan diferente que desprende llama la atención
del hombre trajeado. En apenas una mirada, su cuerpo tira de él hacia la
pequeña mujer. Pasa delante de ella y se sitúa no muy lejos de ella. ¿Habéis
sentido alguna vez esa tensión, esa mirada penetrante clavada en tu ser,
escaneando tu alma? Ella tuvo que levantar la cabeza de sus billetes. Miró y lo
vio. Él, algo torpe, mantuvo la mirada y ella le respondió con una sonrisa
brillante, de esas que prometen que si apuestas por ella, todo saldrá bien. Son
dos extraños, dos desconocidos en el camino de la vida. Sus pasos dibujan en el
firmamento rumbos dispares. ¿Se habrán cruzado por casualidad en aquella
estación? El tren anuncia su llegada a la estación y, con él, se agota el
tiempo para estas dos almas que no saben qué hacer. Las personas, impacientes,
empiezan a adelantar su posición y a agruparse en torno a nuestros
protagonistas. Ella, atrevida, se acerca dos pasos. En su mano, dos billetes de
tren. ¿El destino? No importa. Lejos, muy lejos, hasta la tierra donde nadie
los conozca. Y ocurrió lo inesperado. Ella le habló. Una frase, una promesa.
- Te
cambio la corbata por este billete.
El shock en
el rostro masculino es evidente. Nadie nunca le ha hablado así. Con ese
descaro, con esa vibrante energía. Hay una discusión entre su mente y su
corazón. Y el tiempo se les escapa de los dedos. Hay tantas posibilidades
abiertas ahora. Tantos finales para su vida que no sabe cuál elegir.
Tristemente, elige la opción más cómoda.
- Lo
siento, señorita, creo que se ha equivocado de persona.
Y con sus
ojos clavados en la mente, agarra el maletín y se dirige a las puertas del
tren. Su cuerpo embarca, su mente sigue en la suave curva de esa sonrisa no tan
desconocida ahora.