viernes, 9 de noviembre de 2012

El destino, ése maldito tramposo.

Llueve. Con tanta fuerza que presiento que hasta la lluvia hoy está enfurecida. Hay algo en el ambiente. No me preguntes qué es, pero lo noto. En cada fibra de mi ser, en cada latido de tu corazón... hay algo ahí. Oscuro, oculto, rebelde, desquiciado. No sé qué es. Vamos a descubrirlo. "Dame la mano", te digo. Tú niegas con la cabeza. Sé que no eres capaz... tú sólo no al menos. Pero aquí estoy yo. Con mi mano tendida hacia ti, intentando decirte sin palabras que si yo estoy contigo, nada malo va a pasar. Porque hace tiempo que estamos conectados en una burbuja que nos protege. No sé, quizás sean sólo cosas mías, pero hay algo en esta unión tuya y mía que me dice que nos hemos encontrado en este mundo lleno de ilusiones vacías. Al fin. ¿Cómo fue? ¿Qué ocurrió? ¿Cómo fuimos tan afortunado de coincidir en aquella estación, aquel nublado 28 de septiembre, cuando nuestras vidas por separado eran un agónico infierno negro que nos chupaba hasta las ganas de vivir. Hasta la esperanza. Somos eso que todo el mundo quiere. Yo te reconocí, tú y tu sonrisa confirmaron la respuesta muda y nos miramos a los ojos sin ninguna máscara. Sabíamos que sería difícil, tú tan tú y yo tan yo. Pero... aquí estamos. Intentado que el destino siga de nuestro lado. Que no sea un maldito caprichoso y separe nuestras almas para siempre, dejándonos destrozados, arrancándonos a dentelladas nuestra otra mitad. Y no hablo de manera espiritual. Si te vas, te llevarías todo de mí: alma, cuerpo, mente. Todo sería tuyo... 
La mano sigue alzada hacia ti, para ti. ¿No la quieres? ¿Es que no confías en mí? "Por favor", quiero suplicar, pero mi boca se cierra herméticamente y tus pasos te alejan de mí. Te marchas. Asustado, huyendo de los problemas como haces siempre. Yo miro tu espalda en la distancia y me da por reír. El destino me la ha vuelto a jugar.... Tú te lo has llevado todo, dejando detrás de ti una cáscara vacía. Sin vida.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Crecer


Me hago mayor. Es un hecho. Aunque me digan que para las arrugas aún me quedan demasiados años como para empezar a preocuparme ahora, yo lo siento. No es una dolencia física sino un resquemor, algo que me dice que ya no soy esa chiquilla tímida y coquetona a la que le gustaban las muñecas y las casitas de ensueño. Es duro esto. ¡Ya lo creo que lo es! Cuando todo el mundo a tu alrededor te suelta siempre la misma frase: “Yo ya quiero los dieciocho”. Esa edad. Los dos gloriosos números que anuncian la libertad. Ansiados. Quizás hasta un punto obsesivo.
En cambio, a mí que siempre me ha gustado lo diferente, me produce temor acercarme a esa edad. A mí me gusta ser esa niña. Tener cinco, seis, siete años y pensar de manera inocente. Evadirme del mundo cruel en el que nos ha tocado vivir y soñar. Sí, eso es lo que más echo de menos: soñar. Tan bien se sentía. Tan hermoso era. Ahora, ya no queda nada de esos buenos tiempos. Las responsabilidades empiezan a pesar en mi espalda y llegará un momento que esa carga me matará. Quizás exagero, pero yo pienso que no. Yo, que soy esa mujer con el Síndrome de Peter Pan, a la que aún le gusta ver películas Disney no puedo aceptar el hecho de crecer. Creí ingenuamente en el cuento de Peter y Campanilla. Deseé, ansié que él viniera a por mí y me llevara al País de Nunca Jamás donde la envidia, el rencor y el odio tienen vedado el paso. Donde el egoísmo no es lo que está de moda.

¿Te acuerdas de cómo se resolvían las disputas? Un simple “Pito-pito gorgorito” resolvía esa lucha. Ahora, ¿qué nos queda? Competitividad. La lucha en esta vida demente en la que sólo los más fuertes y crueles son los que triunfan. Lo peor de todo es que aquel que es más débil, menos violento es el que recibirá más palos y perecerá en el intento. Sólo porque no se ha armado con la espada de la insolidaridad y el escudo del pasotismo. Son esos inadaptados que andan agazapados en un rincón, dejando que los rufianes hagan su trabajo ahí, en ese mundo que es de todos. La fastuosidad es la que corta la baraja aquí y se acompaña de su esposa, la artificialidad que siempre pone esa sonrisa falsa que tanto odio. ¿Dónde quedó ese tiempo cuando éramos solidarios y salvábamos a nuestros compañeros diciendo: “¡Por mí y por todos mis compañeros!”? Yo os lo diré: Los años han pasado y con ellos nuestra pureza y amor por la vida. Nos hemos vuelto como los malos de los cuentos que nos leía mamá por las noches. Como ese Edgar que abandonaba a los Aristogatos puramente por egoísmo para quedarse con la fortuna de Madame Adelaide Bonfamille. Como ese Frollo, cruel y sin sentimientos, que margina y acosa al pobre Quasimodo, tratándolo peor que un apestado y alejándolo del mundo pero siempre con palabras dulces en la boca. Os diré que somos: somos la malvada bruja de Blancanieves que la intenta envenenar por ser más guapa y popular que ella. Todos somos esa Úrsula que le roba a Ariel su bien más preciado para poder conseguir ser la reina del océano...
Creo que odio crecer porque al ver a todos los antagonistas de los cuentos de hadas y compararlos con las personas reales me he dado cuenta que las diferencias son tan ínfimas. Con cada paso que doy hacia el futuro, voy descubriendo personas más y más deformes que sólo quieren recibir. El problema es que a mí siempre me han enseñado que para recibir hay que dar y me parece que nadie está dispuesto a dar más de lo que tiene. Que abunda demasiado la superficialidad y que la canción de la Bella y la Bestia la han tirado por el caño.

 Por eso no quiero crecer. Quiero aferrarme a estas últimas llamas de la infancia.


(Redactado hace unos cuantos años)

viernes, 2 de noviembre de 2012

Hoy sé, mañana ya veré.



No sé por qué pero hace tiempo que me pregunto si sé andar. Si sé alzar un pie y luego el otro. Si sé mantener el equilibrio y balancear las caderas mientras acaricio con mis pies las aceras de la ciudad que me vio nacer. No sé, actualmente me preguntó tantas cosas que una más una menos, ya ni me importa. Sólo me importa seguir hacia delante. Encontrar ese Soy que sé que tengo dentro de mí y liberarlo para gritarle al mundo lo fea que es la sociedad que nos oprime. Quien sabe, quizás algún día todo cambie. Pero por ahora todo marcha a su vulgar ritmo. Sin cambios, estático. Y odio estar estática. Quieta. Como muerta en el tiempo. Y me voy haciendo más pequeñita, más triste porque no sé cómo se anda por este mundo. Por estos caminos inciertos que parecen no llevarme a ningún lado. Dicen que equivocarse es de sabios; que cuando cometes un error, aprendes de él. Yo, conforme cometo errores - no os penséis que muchos, algunos, lo normal- me hago más daño y mi coraza se hace más fuerte. Me escondo del mundo y me meto en mi concha. Me hago más ermitaña y no dejo que nadie me conozca.
... Quién sabe, quizás mañana mismo aprenda a andar. A alzar un pie tras el otro. A no dejar que mis caderas se balanceen demasiado para evitar perder el equilibrio y caer.