martes, 5 de febrero de 2013

Limpios


Son coquetas. Cada una singular. Sus perfiles al reír, sin embargo, son iguales. Largas carcajadas escapan de sus labios, sabor de fresa. Sus caderas, perfectas curvas acolchadas, se contonean levemente. El pie derecho suele levantarse un poco, para evocar el sentimiento que las recorre. Se contraen, pero de manera elegante, casi con parsimonia. Ellas no son exageradas. Son bellas, finas, educadas. Nada incorrecto saldrá de sus labios en las tardes de primavera, donde toman té fino, importado de la India, sobre finos cojines traídos de a saber dónde. Suelen hablar, en esas cálidas tardes, de cotilleos del vecindario. Fulanita se casó con Menganito. El perro de tal se escapó tal día. Cosas banales. Pero, he de reconocer que llamó mi atención otro tema central de su conversación: El amor. Solían nombrarlo a todas horas. Se solían recrear en aquel día prometido en el que su príncipe azul pasara por la puerta, las recatara de su triste y monótona vida y las llevara a tierras de ensueño. Hablaban de esos caballeros tan educados. Llenos de valor y con un porte adusto. De rostro de tez clara, nariz aristocrática y mandíbula cuadrada. El cabello negro azabache, solían decir, pues sus ojos debían de ser claros. En cuanto a esta parte del rostro, he de admitir que nunca supe la resolución del debate. Algunas decían que los querían azules como el mar, cuyas profundidades escondieran secretos inconfesables. Otras, los preferían verdes, verdes selva, brillando en estos el peligro, la emoción y la libertad… la aventura. Y, por último, estaba ella. Una chiquilla menuda, la más joven de todas ellas. Con su moño apretado de color rubio tostado con mechones alborotados cubriendo su frente. Sus ojos eran de un color azul, pero un azul cielo – no mar -, ese color que siempre llama a la calma, al sosiego, a la tan ansiada paz. Quizás por eso me enamoré de ella en esas tardes del florecimiento de la vida. Recostado en el sillón más alejado de la conversación, escuché aquella pregunta con la inquietud latiéndome en la sien y la rectitud en mi cuerpo.

 ¿Y tú, Marla, cómo deseas que sean los ojos de tu príncipe azul?

Ella dio un brinco desde su asiento. Que yo recordara en las conversaciones pasadas, esta joven apenas abría la boca, sólo se reía al escuchar a sus compañeras de tardes infinitas. Ella se mordió el labio mirando al suelo, retorciéndose las manos en un gesto, no de nerviosismo, sino de vergüenza. Aspiró varias veces y murmuró algo que sólo sus pendientes, compañeros de sus pequeñas orejas, pudieron oír. Las demás saltaron de sus asientos, exaltadas, casi a punto de comérsela. Ella se puso roja. Mi corazón se saltó un latido. Ella dejó de respirar por un momento y, cuando cogió aire de nuevo, me miró fijamente.

- Limpios – murmuró, sin apartar sus ojos de los míos.

Recordé, en ese instante, todas las batallas que había librado por amor a la patria. A cuantos compañeros había sostenido en mis brazos mientras morían desangrados… Las muertes que ocasioné, las vidas que quité… Todo por una idea, un sueño estúpido de un chiquillo que con 17 años se alistó en el ejército…
Cuando volví al presente, abrí los ojos de nuevo y, a pesar de la distancia, pude verme como me veía ella. No veía cadáveres ni un alma putrefacta. Veía a un hombre. Sólo al hombre.

-  ¿Limpios? – casi chillaron todas. Alguna preguntó que qué color era ese.

Marla, mi amada Marla, cogió aire por cuarta vez y, con la voz más hermosa de todas, confesó:

Limpios, para que cuando los miré sepa que sólo me ve a mí.

(…)
Marla es coqueta. A su manera, es perfecta. Años más tarde, he llegado a la conclusión de que ella, mi Marla, era distinta a las demás. Ella, cuando se ríe, ilumina mi mundo. Con sólo oír su risa, sé que merecerá la pena seguir viviendo. Amo cuando sus caderas se contonean y bailan con el viento, de tal manera que sé que me llaman a mí. Nunca se contrae, lo que hace es elevar sus hombros repetidas veces y agarrarse el estómago, cuando se está muriendo literalmente de risa. Y he descubierto que no eleva graciosamente el pie, si no que tamborilea el suelo, dándole un ritmo estridente a toda esa emoción de júbilo.

… Cuando me miro en sus ojos mientras ríe, sólo veo a un hombre.