Son coquetas.
Cada una singular. Sus perfiles al reír, sin embargo, son iguales. Largas
carcajadas escapan de sus labios, sabor de fresa. Sus caderas, perfectas curvas
acolchadas, se contonean levemente. El pie derecho suele levantarse un poco,
para evocar el sentimiento que las recorre. Se contraen, pero de manera
elegante, casi con parsimonia. Ellas no son exageradas. Son bellas, finas,
educadas. Nada incorrecto saldrá de sus labios en las tardes de primavera,
donde toman té fino, importado de la India, sobre finos cojines traídos de a
saber dónde. Suelen hablar, en esas cálidas tardes, de cotilleos del
vecindario. Fulanita se casó con Menganito. El perro de tal se escapó tal día.
Cosas banales. Pero, he de reconocer que llamó mi atención otro tema central de
su conversación: El amor. Solían nombrarlo a todas horas. Se solían recrear en
aquel día prometido en el que su príncipe azul pasara por la puerta, las
recatara de su triste y monótona vida y las llevara a tierras de ensueño.
Hablaban de esos caballeros tan educados. Llenos de valor y con un porte
adusto. De rostro de tez clara, nariz aristocrática y mandíbula cuadrada. El
cabello negro azabache, solían decir, pues sus ojos debían de ser claros. En
cuanto a esta parte del rostro, he de admitir que nunca supe la resolución del
debate. Algunas decían que los querían azules como el mar, cuyas profundidades
escondieran secretos inconfesables. Otras, los preferían verdes, verdes selva,
brillando en estos el peligro, la emoción y la libertad… la aventura. Y, por
último, estaba ella. Una chiquilla menuda, la más joven de todas ellas. Con su
moño apretado de color rubio tostado con mechones alborotados cubriendo su
frente. Sus ojos eran de un color azul, pero un azul cielo – no mar -, ese
color que siempre llama a la calma, al sosiego, a la tan ansiada paz. Quizás
por eso me enamoré de ella en esas tardes del florecimiento de la vida.
Recostado en el sillón más alejado de la conversación, escuché aquella pregunta
con la inquietud latiéndome en la sien y la rectitud en mi cuerpo.
- ¿Y
tú, Marla, cómo deseas que sean los ojos de tu príncipe azul?
Ella dio un
brinco desde su asiento. Que yo recordara en las conversaciones pasadas, esta
joven apenas abría la boca, sólo se reía al escuchar a sus compañeras de tardes
infinitas. Ella se mordió el labio mirando al suelo, retorciéndose las manos en
un gesto, no de nerviosismo, sino de vergüenza. Aspiró varias veces y murmuró
algo que sólo sus pendientes, compañeros de sus pequeñas orejas, pudieron oír.
Las demás saltaron de sus asientos, exaltadas, casi a punto de comérsela. Ella
se puso roja. Mi corazón se saltó un latido. Ella dejó de respirar por un
momento y, cuando cogió aire de nuevo, me miró fijamente.
- Limpios
– murmuró, sin apartar sus ojos de los míos.
Recordé, en
ese instante, todas las batallas que había librado por amor a la patria. A
cuantos compañeros había sostenido en mis brazos mientras morían desangrados…
Las muertes que ocasioné, las vidas que quité… Todo por una idea, un sueño
estúpido de un chiquillo que con 17 años se alistó en el ejército…
Cuando volví
al presente, abrí los ojos de nuevo y, a pesar de la distancia, pude verme como
me veía ella. No veía cadáveres ni un alma putrefacta. Veía a un hombre. Sólo
al hombre.
- ¿Limpios?
– casi chillaron todas. Alguna preguntó que qué color era ese.
Marla, mi
amada Marla, cogió aire por cuarta vez y, con la voz más hermosa de todas,
confesó:
- Limpios,
para que cuando los miré sepa que sólo me ve a mí.
(…)
Marla es
coqueta. A su manera, es perfecta. Años más tarde, he llegado a la conclusión
de que ella, mi Marla, era distinta a las demás. Ella, cuando se ríe, ilumina
mi mundo. Con sólo oír su risa, sé que merecerá la pena seguir viviendo. Amo
cuando sus caderas se contonean y bailan con el viento, de tal manera que sé
que me llaman a mí. Nunca se contrae, lo que hace es elevar sus hombros
repetidas veces y agarrarse el estómago, cuando se está muriendo literalmente
de risa. Y he descubierto que no eleva graciosamente el pie, si no que
tamborilea el suelo, dándole un ritmo estridente a toda esa emoción de júbilo.
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