domingo, 4 de noviembre de 2012

Crecer


Me hago mayor. Es un hecho. Aunque me digan que para las arrugas aún me quedan demasiados años como para empezar a preocuparme ahora, yo lo siento. No es una dolencia física sino un resquemor, algo que me dice que ya no soy esa chiquilla tímida y coquetona a la que le gustaban las muñecas y las casitas de ensueño. Es duro esto. ¡Ya lo creo que lo es! Cuando todo el mundo a tu alrededor te suelta siempre la misma frase: “Yo ya quiero los dieciocho”. Esa edad. Los dos gloriosos números que anuncian la libertad. Ansiados. Quizás hasta un punto obsesivo.
En cambio, a mí que siempre me ha gustado lo diferente, me produce temor acercarme a esa edad. A mí me gusta ser esa niña. Tener cinco, seis, siete años y pensar de manera inocente. Evadirme del mundo cruel en el que nos ha tocado vivir y soñar. Sí, eso es lo que más echo de menos: soñar. Tan bien se sentía. Tan hermoso era. Ahora, ya no queda nada de esos buenos tiempos. Las responsabilidades empiezan a pesar en mi espalda y llegará un momento que esa carga me matará. Quizás exagero, pero yo pienso que no. Yo, que soy esa mujer con el Síndrome de Peter Pan, a la que aún le gusta ver películas Disney no puedo aceptar el hecho de crecer. Creí ingenuamente en el cuento de Peter y Campanilla. Deseé, ansié que él viniera a por mí y me llevara al País de Nunca Jamás donde la envidia, el rencor y el odio tienen vedado el paso. Donde el egoísmo no es lo que está de moda.

¿Te acuerdas de cómo se resolvían las disputas? Un simple “Pito-pito gorgorito” resolvía esa lucha. Ahora, ¿qué nos queda? Competitividad. La lucha en esta vida demente en la que sólo los más fuertes y crueles son los que triunfan. Lo peor de todo es que aquel que es más débil, menos violento es el que recibirá más palos y perecerá en el intento. Sólo porque no se ha armado con la espada de la insolidaridad y el escudo del pasotismo. Son esos inadaptados que andan agazapados en un rincón, dejando que los rufianes hagan su trabajo ahí, en ese mundo que es de todos. La fastuosidad es la que corta la baraja aquí y se acompaña de su esposa, la artificialidad que siempre pone esa sonrisa falsa que tanto odio. ¿Dónde quedó ese tiempo cuando éramos solidarios y salvábamos a nuestros compañeros diciendo: “¡Por mí y por todos mis compañeros!”? Yo os lo diré: Los años han pasado y con ellos nuestra pureza y amor por la vida. Nos hemos vuelto como los malos de los cuentos que nos leía mamá por las noches. Como ese Edgar que abandonaba a los Aristogatos puramente por egoísmo para quedarse con la fortuna de Madame Adelaide Bonfamille. Como ese Frollo, cruel y sin sentimientos, que margina y acosa al pobre Quasimodo, tratándolo peor que un apestado y alejándolo del mundo pero siempre con palabras dulces en la boca. Os diré que somos: somos la malvada bruja de Blancanieves que la intenta envenenar por ser más guapa y popular que ella. Todos somos esa Úrsula que le roba a Ariel su bien más preciado para poder conseguir ser la reina del océano...
Creo que odio crecer porque al ver a todos los antagonistas de los cuentos de hadas y compararlos con las personas reales me he dado cuenta que las diferencias son tan ínfimas. Con cada paso que doy hacia el futuro, voy descubriendo personas más y más deformes que sólo quieren recibir. El problema es que a mí siempre me han enseñado que para recibir hay que dar y me parece que nadie está dispuesto a dar más de lo que tiene. Que abunda demasiado la superficialidad y que la canción de la Bella y la Bestia la han tirado por el caño.

 Por eso no quiero crecer. Quiero aferrarme a estas últimas llamas de la infancia.


(Redactado hace unos cuantos años)

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